la intermitencia de los faros

No quiero exagerar, la mayoría del tiempo ni lo pienso. Casi parece que no me importa y a ratos me siento orgullosa de mí misma, que no estoy haciendo una montaña de esto, Natalia, que no es para tanto y hoy publican a cualquiera. Muy adrede, claro. Me preocupo en no darle importancia, porque cuando abro los pestillos y aflojo los arneses, por un momento, me doy cuenta que estoy histérica. Al contrario que el resto de los autores según los manuales de literatura, yo no sufro el famoso pánico a la hoja en blanco, sino uno mucho peor, por irremisible: El pánico al libro impreso. Abro temerosa mi poemario, me asomo con cautela, como una niña asustada que busca monstruos bajo el somier. O, para no abusar de literaturas, más como una adolescente que sufre un ataque de histeria en el exacto momento en que el chico macarra de ojos hipnóticos la mira extrañado y pregunta «¿Qué es eso que te ha salido ahí?». Sí, esa soy yo. Mi libro y yo tenemos un ataque de pubertad. No consigo montarme un setlist con una suerte de coherencia premeditada, así que he hecho casi al azar una lista de diecisiete poemas (diecinueve si cuentas los dos tachados), que iré leyendo de forma arbitraria hasta que la gente se canse y me pida que me calle, aunque estaré para entonces tan fuera de mí o tan ebria que quizás tengáis que lanzarme un zapato.